El mejor amigo del hombre
- Lucía P. Álvarez
- 17 mar 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 13 abr 2020
Lo bueno de la cuarentena es que hemos puesto a los perros en el lugar que se merecen. En estos momentos terribles y despiadados, el gobierno ha reparado en que es cruel tener a un perrillo encerrado sin que le dé el aire, por lo que está permitido que los dueños los saquen a pasear. Win-win. Primero para el perro y luego para el dueño.
Siempre he desconfiado de la gente que prefiere tener un gato y no un perro. Un gato es sibilino, desconfiado, pasota y poco afectuoso. Un perro se alegra de verte y de estar contigo, y le gusta disfrutar de tu compañía. Justo el tipo de sentimiento que necesitamos en estos momentos de confinamiento. En nuestro piso queremos más a los perros que antes, gracias a la labor incansable de Elena enviándonos vídeos cuquis todos los días. Dice que es una de las cosas que le hacen feliz en la vida y, desde luego, creo que es un remedio efectivo para levantar el ánimo.
Todo esto me recuerda a los tres perros que he tenido: Yako, Luna y Laika.
Yako era un cruce de pastor holandés. Negro como el carbón y enorme. O enorme para mí en aquella época porque yo era una renacuaja. Al principio me acercaba a él delicadamente, siempre acompañada de un adulto. Mi padre podía domarlo, mi madre ya menos. Recuerdo un día, siendo yo muy pequeña, en el que se me metió el susto en el cuerpo y ya no volvió a salir más. Estaba jugando en el bajo de mi casa con él cuando se me abalanzó y me tiró. El miedo fue real. Sin embargo, recuerdo estampas divertidas de Yako, como las que ofrecía cuando mi padre lo bañaba. Era tan grande y corpulento que teníamos que atarlo al portal y bañarlo con la manguera. No cogía en un barreño, evidentemente. Como no paraba de moverse y sacudirse, él y mi padre se duchaban juntos. Creo que aprendí a blasfemar en gallego después de ver sus baños con Yako.
Poco después, la perra de mi abuela tuvo cachorros tras un fatal episodio a la salida del portal unos meses antes. La pobre quedó tan traumatizada por el acto violento que nunca más volvió a escapar. Pero de aquello nació Luna. O Luniña. Era un cruce de can palleiro, la raza autóctona gallega, pequeña y de color canela. Luna fue la perra de mi adolescencia. Al contrario que su madre (y que yo misma, no sé a quién salió), le gustaba escaparse de casa. Prácticamente todos los días se iba a dar un paseo y era imposible de controlar: cuando salíamos, se nos colaba por el medio de las piernas rápida como una flecha. Pero en mi recuerdo siempre será la perra saltarina que jugaba conmigo. Cuando cumplí los 18, me fui a estudiar a Santiago de Compostela y, un día, estando yo en la habitación de mi nueva casa, mi madre me llamó. En una de sus escapadas, algo le pasó y apareció tirada en una finca cerca de casa. Di un grito, comenzaron los llantos y mis desconocidas compañeras de piso vinieron a consolarme. Pero bueno, al menos murió haciendo lo que le gustaba.
Esas mismas navidades de primero de carrera, ocurrió algo maravilloso. Mi padre vino a buscarme a Santiago y, cuando entré por la puerta de casa, me encontré un nuevo inquilino. Un pequeño cachorrillo de dos colores, blanco y negro. Cuentan mis padres que lo acogieron en el centro comercial, un día que mi madre se paró en alguna tienda. Cuando estaba bajando las escaleras mecánicas hacia el parking, mi padre la estaba esperando con un canciño en brazos, pues una pareja estaba regalando una camada entera después de otro episodio reproductivo que tienen los perros. Me hace gracia imaginarme a mi padre en plan Richard Gere con un ramo de rosas dándole una sorpresa a una Julia Roberts emocionada. Aunque seguro que Richard Gere no habría confundido el sexo de la mascota. Mi padre decía que era un perro, así que estuvimos una semana llamándole Congo hasta que la llevamos al veterinario y nos dijeron que era hembra. Ridículo histórico. Así que, en un arrebato de originalidad, le puse Laika, como la perra soviética que fue al espacio.
Laikiña empieza a envejecer. Está perdiendo su color negro característico y le han empezado a salir canas. Es mucho más feliz en nuestro jardín de lo que sería aquí, en Madrid, pero por culpa de la cuarentena ya no la pueden llevar a pasear a la playa, así a lo mejor le gustaría cambiar de aires. No es que yo quiera utilizar a mi perra para salir de casa, pero un poco sí.
Ya hay fotos virales de gente que ha sacado a pasear a sus perros de juguete. Nosotras tenemos a Rufus, un perro de peluche que suele vivir en la habitación de matrimonio y que, por alguna razón, ahora está con nosotras al salón. ¿Nos querrá decir algo? Ayer, después de comer, las chicas estaban descansando en el sofá antes de volver a teletrabajar. Belén estaba acariciando a Rufus cuando exclamó en voz alta: “¡Hai que ir a buscar unha corda, que xa vai sendo hora!”. Nos dio un ataque de risa. Ojalá tener a Laika aquí para la hora del paseo.
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