Meterme sola en un jardín
- Lucía P. Álvarez
- 10 jun 2020
- 2 Min. de lectura
El Museo del Prado reabrió sus puertas y he dejado este blog completamente de lado. Por eso y porque entramos en fase 2.
El sábado empecé a trabajar y visité a solas la galería central, que ahora reúne la colección que se muestra al público en la era post-covid-19. Lo hice justo un poco antes de que entraran todas las televisiones y autoridades a bombo y platillo.
Uno de los motivos por los que debería sentirme afortunada es que puedo acceder a sitios que están cerrados para los visitantes, aunque cada vez que doy una vuelta por las salas frías y silenciosas parece que estoy haciendo algo prohibido. Me acerqué sigilosamente a la sala 56, a sabiendas de que hay cámaras grabándome y detrás gente preguntándose que a dónde voy. La estancia está ahora medio en penumbras, como para ahorrar luz, y comprobé asintiendo la cabeza que, efectivamente, una de las joyas de la corona seguía en su sitio. Me paré unos minutos frente al Jardín de las Delicias, la obra más visitada del museo (o eso dicen las estadísticas). Cada vez que lo veo descubro a otra personita haciendo cosas retrógradas y pecaminosas.
Por un momento fui la única persona en el mundo que estaba viendo la obra del Bosco y me invadió una emoción (quizá era la sensación de estar pecando de alguna forma) y un gustito que pocas veces he sentido antes. Debe ser un stendhalazo de esos.
Espero acordarme siempre de ese momento, sobre todo cuando no me apetezca pisar el Paseo del Prado.
Apuntes de cosas que me han llamado la atención de colección poscuarentena: el Saturno devorando a su hijo de Goya está al lado del de Rubens, Las Hilanderas han ido a visitar a las Meninas y mi obra favorita, el retrato de la condesa de Vilches, está casi al lado de otro muy querido, el perro semihundido de Goya.
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