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Una cacerolada para ridiculizarnos a todos

  • Foto del escritor: Lucía P. Álvarez
    Lucía P. Álvarez
  • 21 may 2020
  • 4 Min. de lectura

Día 70 de cuarentena.


Para ser sincera, en realidad hace tiempo que he dejado de contar los días. El desconfinamiento ya no es la estricta cuarentena, podemos salir a pasear (en horario de 6 a 10 y de 20 a 23h) y esta semana hemos estrenado la fase inventada de la desescalada, la 0,5, de la que personalmente no he disfrutado nada. Pero por lo general, la vida sigue igual y con la misma incertidumbre que antes, salvo que ahora algunos tienen que renovar su juego entero de cacerolas y otros odian Madrid más fuerte que nunca.


El primer día del estado de alarma, el 13 de marzo, los españoles salimos a los balcones a aplaudir al personal sanitario, el colectivo que presumiblemente nos salvaría de la epidemia. Los italianos salían a cantar su himno, pero los símbolos nacionales son temas peliagudos en España, así que nos decidimos por algo más universal. La gente empezó a salir todos los días religiosamente a las 8 de la tarde para homenajear a todos los que desempeñaron servicios esenciales, como trabajadores del sector alimentario, transportistas, policía o ejército. Lo que al principio comenzó como un hermanamiento entre las comunidades de vecinos, viéndonos las caras primero de noche y después de día, cantando (Resistiré fue el hit de la cuarentena) o saludándonos desde los balcones, empezó a dar paso a otra cosa. Con el avance de la pandemia y, por consecuencia, de las polémicas, poco a poco se dejó de aplaudir. Yo también. El aplauso tiene un componente hipócrita y egoísta, como el ser humano. Se hace para parecer solidario con los “héroes” de la “batalla”, pero, si podemos, nos saltamos las normas del confinamiento. Y me incluyo aquí, así que ya no sigo aplaudiendo.


A medida que mitigaban las palmas, otro sonido comenzó a escucharse: el del aluminio. Algunos sectores convocaron una cacerolada contra el gobierno a las 9 de la noche y poco a poco se ha ido sumando más gente. Los fallecidos se cuentan por miles, la mayoría de los contagiados pertenece precisamente al personal sanitario que no cuenta con las medidas de protección oportunas y la gestión del gobierno es muy opaca, así que “apoyarles” con un aplauso ya no es de mucha ayuda. Pero estaremos de acuerdo en que dar golpes al culo de una olla tampoco.


Lo preocupante comenzó la semana pasada. En el madrileño barrio de Salamanca (y algunos otros lugares de la periferia) se convocó una manifestación contra la gestión del gobierno. Para la posteridad quedarán las imágenes de un señor aporreando una farola con un palo de golf, una señora haciendo ruido con una cuchara de plata gritando “libertad” o un señor de Santander que, megáfono en mano, vociferó llamando “asesino” al gobierno desde el asiento trasero de su coche descapotable. El colofón del asunto es que los protestantes llevan consigo una bandera de España, un símbolo oficial del que se han apropiado, excluyendo a la otra mitad de la población, que, según el resultado de las últimas elecciones, es un pelín más numerosa. Ni más ni menos. A los que están liderando esta protesta masiva e irresponsable (son los mismos que acusan a la manifestación feminista del 8M de ser el caldo de cultivo del virus) se les ha comenzado a identificar como Cayetanos, un grupo de gente que viste chalecos acolchados, mocasines y pulseritas rojigualdas. Es ridículo meter a todos los manifestantes en el mismo saco, pero realmente parecen una caricatura de la oportuna canción de Carolina Durante. Evidentemente, todo el mundo tiene derecho a expresar su desacuerdo, pero, en este caso, los manifestantes pertenecen a una clase privilegiada minoritaria, que han pasado estos 70 días de cuarentena en pisos grandes y luminosos, con vistas a amplias avenidas y arboledas, y no en un semisótano de un barrio obrero sin ventilación o en la calle, donde viven los verdaderos afectados de esta crisis.


El pasado domingo, unas cinco o seis personas salieron al balcón de mi calle a golpear una olla. La respuesta de otros vecinos fue llamarles fachas y fascistas. En esas estamos, como en el 36. Al día siguiente salieron menos y el contraataque fue poner los primeros acordes de La Internacional, como si la utopía comunista siguiese vigente. La canción paró en seco y los vecinos de los altavoces pusieron ‘Love’ de Los Beatles, en un intento de volver a hermanar al vecindario. Ayer la volvieron a poner, las chicas bailaron al son de la música y la pareja nos hizo un corazoncito con las manos, como cuando Gareth Bale era feliz y celebraba así sus goles. Es un gesto muy cursi, pero esperanzador. También me da esperanza hablar con la familia y amigos que viven en Galicia, lejos de los bloques de edificios, y saber que allí nadie se llama facha ni rojo ni maricón desde el balcón.


Las ciudades (Madrid en especial) están perdidas, sus habitantes han puesto trincheras en este absurdo guerracivilismo, así que me imagino que nos tienen que salvar los demás, la España vaciada a la que tanto criticamos y a la que los urbanitas de las banderas tienen como segunda residencia.


 
 
 

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©2020 por Lucía Pérez Álvarez

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